Llegar resultó difícil,
un vuelo poco común, casi vacío y a baja temperatura. Las azafatas
iban y venían repitiendo las mismas preguntas, estaban aburridas.
Una mujer de unos 30 años tamborileaba con sus dedos sobre la mesa,
se veía fastidiada.Todos dormían a su alrededor, a nadie parecía
resultarle incómodo el trayecto, no estaban pensando en todas las
cosas que no salieron bien desde que despegaron. Ella tampoco debería
estar armando historias que solo ocurren en películas de acción.
Pero aquel día nada era normal y al ver por la ventana incluso le
parecía que cambiaban de planeta: las formas de las nubes, el color
del cielo y luego nada… quizás eso es lo que más le preocupaba.
Lo cierto es que nunca le gustó viajar, convencerla de subir a un
avión era casi un milagro. Necesitaba relajarse, le habían dicho,
olvidar todos sus problemas, tratar de superarlos: el típico
discurso sobre la juventud, las segundas oportunidades y seguir
adelante. Todos repitieron el mismo argumento ensayado. Ella no
estaba mal, su orgullo le decía que un divorcio no significa nada.
No estaba deprimida, ni despechada, ese era el problema: no sentía
nada y por eso su familia estaba asustada, esperaban que se
derrumbara. Pero no, no debería pensar más en eso.
La azafata volvió a
preguntarle si necesitaba algo, de cansancio pidió una coca-cola, la
bebió de un trago y aplastó el vaso. Aquel sonido del plástico le
molestaba, pero empezaba a sentir claustrofobia y necesitaba algo que
estrujar. Solo contaba los minutos para aterrizar y encerrarse en su
habitación de hotel excesivamente cara con la que nunca estuvo de
acuerdo. La llevaban a la tierra prometida: una isla a miles de
kilómetros del continente, casi perdida, casi olvidada. En las fotos
de la agencia de viajes el paisaje le resultó exótico,
distorsionado, invadido y al mismo tiempo original. Le habían
contado muchas cosas para convencerla, decían que todo estaba al
revés y es que para ella tampoco era normal despertar a las siete de
la mañana con un cielo oscuro, ni esconderse de la noche cuando el
sol aún brillaba. Era un lugar diseñado para cumplir caprichos de
personas felices y perfectas. Todos hacían lo que debían y aquel
excesivo orden la molestaba, la desanimaba tanto que sólo se
imaginaba encerrada en su habitación leyendo sin recordar el paso de
las páginas ni el cambio de las historias.
Seguía mirando el reloj,
lo más probable es que ya ni siquiera estuviera sincronizado con el
huso horario en el que se encontraban. Eso de los cambios de horas la
confundían: sumar, restar. Había llegado a un punto de su vida en
el que ya no tenía control ni siquiera de su propio tiempo, el mismo
que la torturaba al no avanzar más rapido. Intuía que ya debía
haber anochecido, no tenía la certeza. Anunciaron unas futuras
molestias y pidieron mantener la calma, para una neurótica eso no
era bueno. Las luces del avión se apagaron, la oscuridad le parecía
aprisionante, no resistiría mucho sin entrar en alguna crisis
nerviosa. Prefiere cerrar los ojos y contar: no, ovejas no, prefiere
los gatos. Cuando llega al centésimo felino no aguanta, debe
levantarse; pero no ve nada sin sus lentes, los cuales están en la
maleta de mano en el compartimiento superior. Está desesperada, no
quiere armar una escena, desearía poder recordar lo que le dijo el
terapista que haga en esas situaciones. Respirar profundo, sí eso
siempre dicen… No, tampoco funciona, si eres alérgica nunca puedes
respirar completamente. Se encuentra ya desesperada, mira hacia
delante y todo está sumido en más oscuridad, las azafatas ya no
aparecen. Quizás todos se hayan ido del avión, estén muertos o el
vuelo ha sido secuestrado. No, las novelas de conspiración no
parecen ahora tan divertidas. Relájate, piensa, tu vida no es tan
emocionante.
Observa
la luz redonda de una linterna sobre el piso, voltea y su miopía le
permite vagamente diferenciar una figura sentada en la última fila,
parece ser un hombre. Al menos ya sabe que alguien está vivo y tan
aburrido como ella, pues lo ve jugando a hacer sombras. Se concentra
en aquella luz, le recuerda a una etapa de su infancia cuando se
escondía bajo la cama a leer por las noches. Y tan concentrada
estaba en sus recuerdos que no nota el cambio de iluminación. Eso
fue rápido. El capitán habló, solo se trataba de un pase aéreo.
Le bastó que encendieran nuevamente las luces para reaccionar y
percatarse de que estaba sentada sobre sus rodillas, mirando en
dirección al hombre de la última fila. Armó una escena por nada.
Pero él también la miraba y ahora que lo veía con claridad no le
gustaban aquellos ojos negros y ese rostro tan pálido: le pareció
enfermo, malo, desquiciado. Volvió a su antigua posición, recogió
su bolso del piso y sacó un libro. Intento leer, pero las palabras
pasaban por su cabeza sin que pudiera entenderlas. Cada vez que
miraba sobre su hombro él seguía observándola. Pensó que se
cansaría a los minutos pero las horas pasaban y aquella mirada negra
la seguía en cada uno de sus movimientos. Faltaban dos horas para
aterrizar.
La azafata volvió a
preguntar si necesitaba algo, pidió otra coca-cola, la puso sobre la
mesa e intentó concentrarse en la historia con aquellos ojos
escudriñadores sobre sí. Contaba hasta diez, ya no podía elaborar
más situaciones bizarras, no debía pensar en acosadores, ni en
secuestros, ni en casos de personas que desaparecen durante los
viajes. Como si no estuviera ya bastante nerviosa el avión comenzó
a temblar, sonaba como si se estuviera desbaratando en el aire, las
luces parpadearon y algunas maletas cayeron. Fue la única que se
puso en pie por la turbulencia y al notarlo se sintió avergonzada.
En su desesperación y su brusco movimiento lo había tirado todo:
hojas, lápices, frascos, libros, pero lo peor fue ver el vaso
plástico vacío. Su blusa blanca estaba manchada de un líquido
café, ella que tenía la obsesión de ir pulcramente vestida.Se
levantó y se dirigió a los baños de la parte trasera, ni siquiera
le molestó que aquel hombre siguiera observándola, por un momento
sintió el impulso de golpearlo al pasar a su lado. Realmente estaba
enfadada, no era un buen viaje, se sentía expuesta, en descontrol.
Entró al pequeño
cuarto, se quitó la tela blanca manchada y empezó a mojarla. La
turbulencia seguía y ella se balanceaba intenta no crear un caos.
Era imposible con tanto movimiento no mojar todo, era un desastre,
así se lo decía el espejo frente a ella. Se repetía a sí misma
que volvería a casa en carretera aunque le tomara meses llegar. El
ruido de las cosas al caer le anticipaban desastres y además de eso
escuchaba a una azafata golpeando y gritando que volviera a su
asiento a ponerse el cinturón. Estaba harta, no conseguía ni un
minuto de tranquilidad. Se da por vencida, la mancha nunca saldrá,
se viste y se moja la cara varias veces. Viajar le resulta
estresante. Se sienta y se toma la cabeza con las manos, por primera
vez desde hace mucho tiempo siente ganas de llorar, pero no lo hace.
Los golpes en la puerta continúan, pero ya nadie habla. La mujer
cansada quita el seguro y espera que la obliguen a salir. En vez de
eso siente como la toman de los brazos y la levantan. Es el hombre de
los ojos negros, debería gritar pero se le ha secado la garganta. Él
cierra la puerta arrimándola contra ella, lo siente tan cerca, tan
cálido y no es que no quiera gritar o huir, es que no puede evitar
las sensaciones. Su mirada parece haberla hipnotizado. Lo besa y no
es ella cuando lo hace pues no está acostumbrada a aquellos
impulsos, pero no le importa.Quizás el viaje no resulte tan malo
despues de todo.