jueves, 31 de mayo de 2012

Turbulencia


Llegar resultó difícil, un vuelo poco común, casi vacío y a baja temperatura. Las azafatas iban y venían repitiendo las mismas preguntas, estaban aburridas. Una mujer de unos 30 años tamborileaba con sus dedos sobre la mesa, se veía fastidiada.Todos dormían a su alrededor, a nadie parecía resultarle incómodo el trayecto, no estaban pensando en todas las cosas que no salieron bien desde que despegaron. Ella tampoco debería estar armando historias que solo ocurren en películas de acción. Pero aquel día nada era normal y al ver por la ventana incluso le parecía que cambiaban de planeta: las formas de las nubes, el color del cielo y luego nada… quizás eso es lo que más le preocupaba. Lo cierto es que nunca le gustó viajar, convencerla de subir a un avión era casi un milagro. Necesitaba relajarse, le habían dicho, olvidar todos sus problemas, tratar de superarlos: el típico discurso sobre la juventud, las segundas oportunidades y seguir adelante. Todos repitieron el mismo argumento ensayado. Ella no estaba mal, su orgullo le decía que un divorcio no significa nada. No estaba deprimida, ni despechada, ese era el problema: no sentía nada y por eso su familia estaba asustada, esperaban que se derrumbara. Pero no, no debería pensar más en eso.

La azafata volvió a preguntarle si necesitaba algo, de cansancio pidió una coca-cola, la bebió de un trago y aplastó el vaso. Aquel sonido del plástico le molestaba, pero empezaba a sentir claustrofobia y necesitaba algo que estrujar. Solo contaba los minutos para aterrizar y encerrarse en su habitación de hotel excesivamente cara con la que nunca estuvo de acuerdo. La llevaban a la tierra prometida: una isla a miles de kilómetros del continente, casi perdida, casi olvidada. En las fotos de la agencia de viajes el paisaje le resultó exótico, distorsionado, invadido y al mismo tiempo original. Le habían contado muchas cosas para convencerla, decían que todo estaba al revés y es que para ella tampoco era normal despertar a las siete de la mañana con un cielo oscuro, ni esconderse de la noche cuando el sol aún brillaba. Era un lugar diseñado para cumplir caprichos de personas felices y perfectas. Todos hacían lo que debían y aquel excesivo orden la molestaba, la desanimaba tanto que sólo se imaginaba encerrada en su habitación leyendo sin recordar el paso de las páginas ni el cambio de las historias.

Seguía mirando el reloj, lo más probable es que ya ni siquiera estuviera sincronizado con el huso horario en el que se encontraban. Eso de los cambios de horas la confundían: sumar, restar. Había llegado a un punto de su vida en el que ya no tenía control ni siquiera de su propio tiempo, el mismo que la torturaba al no avanzar más rapido. Intuía que ya debía haber anochecido, no tenía la certeza. Anunciaron unas futuras molestias y pidieron mantener la calma, para una neurótica eso no era bueno. Las luces del avión se apagaron, la oscuridad le parecía aprisionante, no resistiría mucho sin entrar en alguna crisis nerviosa. Prefiere cerrar los ojos y contar: no, ovejas no, prefiere los gatos. Cuando llega al centésimo felino no aguanta, debe levantarse; pero no ve nada sin sus lentes, los cuales están en la maleta de mano en el compartimiento superior. Está desesperada, no quiere armar una escena, desearía poder recordar lo que le dijo el terapista que haga en esas situaciones. Respirar profundo, sí eso siempre dicen… No, tampoco funciona, si eres alérgica nunca puedes respirar completamente. Se encuentra ya desesperada, mira hacia delante y todo está sumido en más oscuridad, las azafatas ya no aparecen. Quizás todos se hayan ido del avión, estén muertos o el vuelo ha sido secuestrado. No, las novelas de conspiración no parecen ahora tan divertidas. Relájate, piensa, tu vida no es tan emocionante.

Observa la luz redonda de una linterna sobre el piso, voltea y su miopía le permite vagamente diferenciar una figura sentada en la última fila, parece ser un hombre. Al menos ya sabe que alguien está vivo y tan aburrido como ella, pues lo ve jugando a hacer sombras. Se concentra en aquella luz, le recuerda a una etapa de su infancia cuando se escondía bajo la cama a leer por las noches. Y tan concentrada estaba en sus recuerdos que no nota el cambio de iluminación. Eso fue rápido. El capitán habló, solo se trataba de un pase aéreo. Le bastó que encendieran nuevamente las luces para reaccionar y percatarse de que estaba sentada sobre sus rodillas, mirando en dirección al hombre de la última fila. Armó una escena por nada. Pero él también la miraba y ahora que lo veía con claridad no le gustaban aquellos ojos negros y ese rostro tan pálido: le pareció enfermo, malo, desquiciado. Volvió a su antigua posición, recogió su bolso del piso y sacó un libro. Intento leer, pero las palabras pasaban por su cabeza sin que pudiera entenderlas. Cada vez que miraba sobre su hombro él seguía observándola. Pensó que se cansaría a los minutos pero las horas pasaban y aquella mirada negra la seguía en cada uno de sus movimientos. Faltaban dos horas para aterrizar.

La azafata volvió a preguntar si necesitaba algo, pidió otra coca-cola, la puso sobre la mesa e intentó concentrarse en la historia con aquellos ojos escudriñadores sobre sí. Contaba hasta diez, ya no podía elaborar más situaciones bizarras, no debía pensar en acosadores, ni en secuestros, ni en casos de personas que desaparecen durante los viajes. Como si no estuviera ya bastante nerviosa el avión comenzó a temblar, sonaba como si se estuviera desbaratando en el aire, las luces parpadearon y algunas maletas cayeron. Fue la única que se puso en pie por la turbulencia y al notarlo se sintió avergonzada. En su desesperación y su brusco movimiento lo había tirado todo: hojas, lápices, frascos, libros, pero lo peor fue ver el vaso plástico vacío. Su blusa blanca estaba manchada de un líquido café, ella que tenía la obsesión de ir pulcramente vestida.Se levantó y se dirigió a los baños de la parte trasera, ni siquiera le molestó que aquel hombre siguiera observándola, por un momento sintió el impulso de golpearlo al pasar a su lado. Realmente estaba enfadada, no era un buen viaje, se sentía expuesta, en descontrol.

Entró al pequeño cuarto, se quitó la tela blanca manchada y empezó a mojarla. La turbulencia seguía y ella se balanceaba intenta no crear un caos. Era imposible con tanto movimiento no mojar todo, era un desastre, así se lo decía el espejo frente a ella. Se repetía a sí misma que volvería a casa en carretera aunque le tomara meses llegar. El ruido de las cosas al caer le anticipaban desastres y además de eso escuchaba a una azafata golpeando y gritando que volviera a su asiento a ponerse el cinturón. Estaba harta, no conseguía ni un minuto de tranquilidad. Se da por vencida, la mancha nunca saldrá, se viste y se moja la cara varias veces. Viajar le resulta estresante. Se sienta y se toma la cabeza con las manos, por primera vez desde hace mucho tiempo siente ganas de llorar, pero no lo hace. Los golpes en la puerta continúan, pero ya nadie habla. La mujer cansada quita el seguro y espera que la obliguen a salir. En vez de eso siente como la toman de los brazos y la levantan. Es el hombre de los ojos negros, debería gritar pero se le ha secado la garganta. Él cierra la puerta arrimándola contra ella, lo siente tan cerca, tan cálido y no es que no quiera gritar o huir, es que no puede evitar las sensaciones. Su mirada parece haberla hipnotizado. Lo besa y no es ella cuando lo hace pues no está acostumbrada a aquellos impulsos, pero no le importa.Quizás el viaje no resulte tan malo despues de todo.


jueves, 10 de mayo de 2012

Miserias


Salir de casa con el tiempo exacto, encender el auto, acelerar: recto, derecha, izquierda, circunvalación, recto, derecha e izquierda nuevamente. Evadir a personas cruzándose en frente de los autos, soportar los pitos, los motores de los carros, el sol que aparece, el calor que empieza. Es un recorrido diario, las mismas vías, los mismos edificios, el mismo ruido y los mismos semáforos.
En cada parada es el habitual miedo, subo y bajo los vidrios. En cada luz roja parecen ser siempre repetitivos todos los niños sucios, que muertos de hambre intentan sorprender o conmover a sus espectadores por un par de centavos. Uno encima de otro, girando, saltando, arriesgando su vida, todo es válido, todo es un juego y hasta pareciera que se divirtieran. Ventana a ventana pasan golpeando con su cara de pesar: mientras más pequeños, mejor. Siempre hay alguien que recuerda a su hijo, sobrino, nieto, conocido…
Las ventanas se abren, se olvida el miedo, aparece la lástima. Se nota la diferencia entre aquellas manos curtidas por tanto jugar bajo el sol. Los niños corren, regresan a su esquina donde sus madres los esperan con los bolsillos abiertos. Uno se ha caído, las monedas han rodado y todos se precipitan sobre ellas. El pequeño desesperado grita y llora por sus centavos perdidos, mientras pasa un hombre que arroja más monedas, estas caen sobre el lodo, brillan entre la suciedad, no importa ahí están ellos revolcándose por sobrevivir.